JUAN MANUEL DE PRADA
ABC-Lunes, 25-08-08
LLEVA Enrique Ponce una racha de triunfos majestuosos y serenísimos -y pido perdón por la redundancia- que parecen desmentir aquellos rumores agoreros que, al principio de temporada, anunciaban su retirada. En Dax paró los relojes con dos faenas al ralentí, apretadas de tersura y emoción, que el respetable aclamó puesto en pie, aplaudiendo durante más de dos minutos, mientras el maestro permanecía quieto en el centro de la plaza, la cabeza humillada y el talle firme, como un Lawrence Olivier en traje de luces. En Bilbao ha firmado la mejor faena de la feria con diferencia, provocando un alboroto de los que hacen época con muletazos ligados en los que parecía que tuviese los riñones reversibles y un juego de rodillas tocado por la mano de Dios. En Málaga lidió con un toro que se refugiaba en las tablas, inventándose una forma de torear que no está en los manuales y que sólo es concebible en alguien que, cuando sale al coso, se olvida de los veinte años de magisterio que lo preceden y se comporta como un chaval que acaba de tomar la alternativa, jugándose el tipo en cada lance, exponiendo en la muleta la vera efigie de su alma, como una incitación desnuda a su contrincante. ¿Y qué necesidad tiene Ponce de seguir toreando como si cada día tuviese que revalidar su magisterio?
ABC-Lunes, 25-08-08
LLEVA Enrique Ponce una racha de triunfos majestuosos y serenísimos -y pido perdón por la redundancia- que parecen desmentir aquellos rumores agoreros que, al principio de temporada, anunciaban su retirada. En Dax paró los relojes con dos faenas al ralentí, apretadas de tersura y emoción, que el respetable aclamó puesto en pie, aplaudiendo durante más de dos minutos, mientras el maestro permanecía quieto en el centro de la plaza, la cabeza humillada y el talle firme, como un Lawrence Olivier en traje de luces. En Bilbao ha firmado la mejor faena de la feria con diferencia, provocando un alboroto de los que hacen época con muletazos ligados en los que parecía que tuviese los riñones reversibles y un juego de rodillas tocado por la mano de Dios. En Málaga lidió con un toro que se refugiaba en las tablas, inventándose una forma de torear que no está en los manuales y que sólo es concebible en alguien que, cuando sale al coso, se olvida de los veinte años de magisterio que lo preceden y se comporta como un chaval que acaba de tomar la alternativa, jugándose el tipo en cada lance, exponiendo en la muleta la vera efigie de su alma, como una incitación desnuda a su contrincante. ¿Y qué necesidad tiene Ponce de seguir toreando como si cada día tuviese que revalidar su magisterio?
Esa necesidad se llama amor y entrega al ideal. Ponce ha conseguido todos los honores y distinciones que un artista puede conseguir; a estas alturas, nada tiene que demostrar, nada tiene que alcanzar, pues todo está alcanzado y demostrado. Ponce podría conformarse con completar faenas de aliño y relumbrón, o con cosechar remolonamente los frutos de una siembra que dura dos décadas, o -si gustara de halagar a ese público impresionable que confunde el toreo con los sobresaltos propios de las barracas de feria- con oficiar pantomimas de inmolación estatuaria. Pero Ponce ama el arte que profesa con el mismo denuedo y el mismo bendito entusiasmo con que lo amaba hace casi treinta años, cuando su abuelo Leandro lo puso delante de una becerra. Conservar esa vocación intacta después de los plurales desencantos de la edad y erosiones del oficio, después de la borrachera de los aplausos y las aclamaciones, es una virtud que está al alcance de muy pocos artistas. Llegar a cuajar esa vocación es casi un milagro; mantenerla indemne en el tráfago de los éxitos es un signo de gracia que sólo admite una explicación misteriosa. Admiro a Ponce porque sigue amando su arte como los adolescentes de antaño amaban a su primera novia: con candor y virilidad, con una pureza arrebatadora que hace de acero los cuerpos y de oro las almas, como las noches de aquel bendito poema que Gabriel y Galán dedicó al vaquerillo.
La semana pasada vi torear a Ponce, entre su apoteosis de Dax y su exultación bilbaína, en Cantalejo, un pueblecito de Segovia que, con una plaza que la antipatía jerárquica clasifica «de tercera», monta cada año una feria que para sí quisieran muchas capitales de ringorrango. Y allí contemplé esta cosa tan rara que ahora trato de explicarles. A Ponce le soltaron un toro camastrón y desangelado que no entraba a la muleta ni de casualidad. Otro torero de su ejecutoria se habría conformado con pegarle cuatro pases desganados y esbozar un gesto falsamente compungido para cubrir el expediente, antes de llevarse la guita; pero Ponce se inventó una faena imposible, se la inventó con un pundonor y una generosidad que sólo están al alcance de quienes aman su arte hasta el extremo, ligando unos muletazos a cámara lenta que nos hicieron creer que el toro valía algo. ¿Y por qué lo hizo? Al día siguiente, los periódicos de Madrid no iban a reseñar la corrida, si acaso le dedicarían roñosamente una gacetilla; de su suerte aquella tarde no dependía su escalafón, ni su caché, ni el reconocimiento de las camarillas taurinas. Ponce toreó como si le fuera el prestigio en aquel toro y en aquella plaza humilde porque ama su arte con ímpetu adolescente, porque no concibe otra forma de arte que no sea amor entregado y sin desmayo. Me pareció una lección de belleza y emoción incalculables; y, mientras lo veía dando la vuelta al ruedo, con las dos orejas que premiaban su esfuerzo, le susurré a un amigo: «Este cabrón no se va a retirar nunca».
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