Por Juan Manuel de Prada
Nunca fui antitaurino, ni me conté entre las filas de quienes aborrecen los toros por considerarlo un espectáculo bárbaro o cruel; simplemente, no era capaz de penetrar el sentido de aquel arte que me resultaba ininteligible o abstruso.
Nunca fui antitaurino, ni me conté entre las filas de quienes aborrecen los toros por considerarlo un espectáculo bárbaro o cruel; simplemente, no era capaz de penetrar el sentido de aquel arte que me resultaba ininteligible o abstruso.
Imagino que algo similar debe ocurrirle a quien, ignorando los rudimentos del inglés, posa los ojos sobre un soneto de Shakespeare: la belleza contenida en esos catorce versos endecasílabos se convierte, inevitablemente, en un fárrago jeroglífico. Recuerdo, que de niño, mi abuelo se esmeraba en inculcarme su afición a los toros; y, cuando televisaban alguna corrida, me explicaba las suertes del toreo, pero su tesón no bastó para convertirme en un aficionado. Luego he comprendido que contemplar una corrida en televisión es como leer un soneto de Shakespeare en una pálida traducción; tal vez se trate de una traducción literal, pero en el trasiego de lenguas se ha desvanecido la magia intima del arte, que nunca puede ser cambiada de recipiente.
Confesaré que mi aproximación al arte del toreo se inició por motivos un tanto peculiares. Siempre he sentido una desconfianza patológica hacia las acuñaciones de la modernidad que nuestra época se traga como dogmas de fe, hacia toda esa fila del pensamiento hegemónico con que los titulares del dominio tratan de formatearnos el cerebro. En algún lugar he confesado que, al igual que Chesterton, empecé a defender los postulados de la ortodoxia cuando descubrí que todo intelectualillo que aspiraba a participar de la mamandurria oficial debía presentar sus credenciales haciendo escarnio de la fe católica. Puesto que la ortodoxia era la única herejía que nuestra época aborrecía, decidí nadar a contracorriente; y así, descubrí en la tradición un tesoro de bellezas sepultadas por los repartidores de bulas entre las que podía retozar jubilosamente, como un niño retoza en un prado, de tal modo que aquella vocación contestaria primera se transformo en profundo sustento vital. Algo similar, salvando las diferencias, me ocurrió en mi aproximación al arte del toreo: estaba tan harto de escuchar las monsergas progres que comparaban la tauromaquia con una supervivencia de la barbarie, estaba tan hastiado de toda esa cochambre apriorística que identifica a los aficionados a la tauromaquia con palurdos sedientos de sangre que decidí esforzar mi curiosidad para penetrar en aquel misterio que hasta entonces me había sido esquivo.
Así empecé a asistir a algunas corridas. Al principio, lo que ocurría en la plaza me parecía tedioso, desdibujado, ajeno a mi sensibilidad. En cierto modo, era como si estuviese presenciando una representación de teatro de kabuki o un concierto de música dodecafónica: intuía que la semilla de la belleza anidaba dentro de aquel extraño ballet bailado al son de la Muerte, pero no conseguía descifrar su melodía. En esta etapa de merodeo a un arte que se me escapaba, desempeñó un papel providencial un escritor amigo, Gonzalo Santonja, cuyo entusiasmo taurino solo es comparable a su fervor apostólico; de su mano, fui aprendiendo a desenmarañar la liturgia del toreo, a distinguir una faena efectista de una faena honda y aquietada, a mirar con ojos limpios lo que hasta entonces había contemplado con ojos obstruidos por los prejuicios.
Y así, poco a poco, aquel arte que hasta entonces me resultaba abstruso o ininteligible me fue deparando hallazgos recónditos, iluminaciones apenas entrevistas, vislumbres de genio; fue una experiencia gozosa, similar a la del lector que un día aprende intuitivamente a descifrar una metáfora, o a la del cinéfilo que de repente entiende el sentido de una elipsis. Naturalmente, estos hallazgos no convierten al aficionado primerizo en un experto, sino mas bien en un neófito; pero la mirada del neófito es siempre más exultante que la del experto, porque es más propensa al deslumbramiento, más abnegada y sincera. O quizá tan solo mas ingenua.
Como un neófito me asomo al arte del toreo: perplejo y abrumado por una emoción nueva, como cuando de niño me mantenía insomne, quemándome las pestañas en la lectura de libros que me embriagaban con su perfume raro.
Y espero no asomarme nunca como un experto, para que las primicias no se conviertan nunca en rutinas, para que mi candor no se oscurezca nunca con los desengaños de la edad.
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